martes, 15 de diciembre de 2009

El niño número 4

Se sienta detrás de mí en el autobus del colegio y es el niño más coñazo que he conocido nunca. Él no lo sabe, y espero que nunca lo sepa, pero tiemblo cada vez que me pregunta algo o me golpea suavemente el hombro. A esas horas, cuando después de las clases me desplomo en la butaca del autobus, solo quiero que me olviden y olvidar, llegar a casa y comenzar otra batalla infantil, ésta más particular. Le llamaré Antoñito, por ponerle nombre al interfecto. Antoñito tiene graves problemas de aprendizaje, la atención por los suelos y la capacidad de concentración de una ardilla después de caerse en una marmita de redbull. A veces, mientras me cuenta las penas del día, confieso que desconecto. Pienso en la lavadora que me toca poner, en mis enanos esperando verme entrar por la puerta o qué nuevos horrores me esperan en el buzón de mi casa, dentro de un sobre de alguna entidad bancaria. La clave está en evitar cualquier feed-back. El más mínimo asentimiento, dispara los datos y explicaciones de nuestro pequeño amigo. Vivo cerca del colegio, y eso me salva.

Pero esta semana me toca patio, y Antoñito, que no es muy pródigo en amistades, me ha localizado en mi esquina. –¡Hombre, don Pablo!-me dice-¿cómo está?- Es una pregunta directa, por lo que no tengo más remedio que contestar, por dar ejemplo y todo eso. Ayer, sin  ir más lejos, pude zafarme mandándole avisar a otro niño con el que me interesaba hablar, pero hoy no pude deshacerme de él. Sentí el deseo irrefrenable de mandarlo a jugar con sus compañeros, aún sabiendo que no lo haría, o enviarle a alguna misión inútil a la otra punta del patio (vigila aquellos niños y si  se pelean vienes y me lo dices) pero no tuve fuerzas. ¿Qué otra cosa podemos hacer en una mañana vigilando el patio que escuchar a Antoñito?, pensé. Así que le di carrete y, como me temía en mis más íntimos pensamientos, Antoñito desnudó sus dudas con la inocencia de su edad y me desarmó por completo, sembrándome de inquietudes, remordimientos y aciagos pensamientos. -¿Por qué los profesores siempre me ponen en primera fila?-inquiere-Es que a los profesores nos gusta tener delante a gente de la que podamos fiarnos-le contesto.

Así, entre medias verdades y preguntas incontestables, nos llaman a clase. A esas alturas he redescubierto el poder de la palabra, pronunciada y oída, el carácter sanador del verbo. –¿Vendrá a verme el lunes al salón de actos? mi clase hace un teatro de Navidad. Viene a verme mi tía, mi prima y mi padre.- Pues no sé si podré, Antoñito.-le contesto.-¿De qué haces tú?-y él, con toda la gravedad que cabe en un chaval de nueve años dice con orgullo-soy el niño número 4.

Hoy el niño número cuatro, Antoñito, que no se llama Antoñito, me sigue denunciando, espera de mí una respuesta a sus preguntas, aunque sea callada y oyente, cansada a veces. Antoñito sigue aguardando pacientemente al maestro que aún no soy, y cada día me evalúa en los recreos y en la vuelta a casa.