jueves, 1 de septiembre de 2011

La divina comedia

La luz daña tanto los ojos que apenas puedo abrirlos. A lo lejos, distingo el azul del mar, como una amenaza que se cumple. Bajo los pies, un ejército de hormigas muertas me achicharra mis delicadas plantas. Miro hacia abajo y no entiendo de qué manera esos granos de arena terminarán en algún lugar de mi anatomía que no conoce la luz del sol. La piel de mis hombros se estira. Noto deshidratarse las células de mi epidermis y empiezo a sentir un picor molesto y constante. El sudor no tarda en aparecer, haciendo que la arena en suspensión que trae el maldito viento se me incruste en los poros de mi cara. Hay un enjambre de niños que corren a mi alrededor. Los que están mojados me salpican. Los que están secos levantan un polvo asqueroso que irá a parar a mi toalla. Hay una gorda impresionante, aunque a poco que me fije me doy cuenta de que la playa está llena de lorzas sudorosas, tejido adiposo por doquier. Aquí un canalillo insondable brillante y pegajoso, allá unas posaderas irregulares. Caigo en la cuenta de que quien debiera tapar carnes las exhibe sin pudor, haciéndome llegar al estado cero en el libidinómetro. Por contra, lo que pudiera ser del agrado de la vista sucumbe bajo paipais multicolor. Ando un poco hacia la orilla, buscando el frescor del mar, pero no consigo llegar porque las malditas piedras afiladas que trajo el levante se me clavan en los pies, ya humillados por el calor de la arena. Haciendo un homérico esfuerzo consigo meter los pies en el agua, justo cuando un cachas decide correr detrás de su novia, salpicándome la espalda. Vuelvo a mi campamento. Me parapeto bajo la sombrilla, procuro poner la toalla de tal manera que no se me llene de arena, cojo el libro, pero ya es tarde. La bolsa, herméticamente cerrada, está embarrada por dentro(¿?), y por el libro corren felices granos oscuros, modificando las letras con sus sombras, reescribiendo el texto. Quién sabe cómo acabará ahora el libro.

La merienda en la playa, que uno recordaba con un inmenso cariño desde la niñez, es otro infierno: todo pringa y la arena se pega a lo que pringa. Por fin llega el comienzo del crepúsculo y con él la felicidad de la recogida. Me siento como un soldado norteamericano abandonando Vietnam; no importa qué me dejo atrás. Lo que importa es salir de allí, aunque lleve a casa treinta kilos de tierra pegada a los pies, me pique la camiseta en la espalda por el salitre y no pueda caminar en días. He salido del Hades, atrás queda Caronte con su frisbee. Sin embargo, e incomprensiblemente, sigo encontrando razones para ir otra vez a la playa.

 

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