.
He removido el fondo y ahora todo está turbio. En estos casos, la prudencia aconseja esperar a que el lodo se sedimente nuevamente en el suelo. Lentamente. Cada partícula en suspensión debe entender que no pertenece a esa altura. Que su sitio está en el fondo. Parada. En una oscuridad eterna, acariciada por las corrientes, pero condenada por su peso a no subir salvo en los momentos de agitación en los que, impelida por una fuerza inesperada, comienza la enloquecida ascensión hacia una luz que nunca alcanza, hacia la superficie imposible.
Me miro en la partícula que flota
mansamente ante mis ojos. No es arena, parece un diminuto fragmento de concha.
Deduzco que ya ha perdido la esperanza de alcanzar el horizonte de agua y aire,
y ahora se resiste a bajar de nuevo al suelo. Tan soporíferamente ajeno a todo
lo que no sea silencio contenido, acolchado latido de la vida lejana, más allá
de la línea húmeda de la superficie.
Necesito que la mota de concha regrese a
su prisión de agua y quietud para poder mirar yo un poco hacia arriba. También
hacia la línea del agua, que comienza a luchar por entrar en mis pulmones y
sustituir el aire cansado que pugna por abandonarme.
Tengo la tentación de transformarme en
pedazo de concha y vencerme al sueño de unos días vacios, desde donde mire el
inalcanzable brillo del aire que ya es extraño a mis pulmones. Creo que olvidé
cómo se respira y a qué huele el aire cuando se inhala y cómo hiere la luz reflejada en el agua
desde arriba. Sospecho que mis días humanos pasaron y ahora soy un pequeño
sedimento limoso, que
busca la fuerza de un mar que lo eleve, o lo devuelva a
la orilla.
Un grano de arena prisionero en
el agua