sábado, 16 de abril de 2011

El último suspiro

Mi casa ya no es mi casa, y por los armarios vomitan olvidos: botas de fútbol fosilizadas, un calcetín, unos apuntes de COU…también ha visto la luz un par de folios con fecha del 21 de marzo de 2001 que se han empeñado en acompañarme desde el fondo de las carpetas viejas que tanto reparo nos  da tirar. He considerado ser justo con el hombre que me habitó hace diez años invitándole a disparar a las estrellas su reflexión.

El hombre, en su intento de comprenderlo todo, de no ceder nada al misterio, tiende a conceptualizar su vida cotidiana hasta límites enfermizos. Lo define todo sin darse cuenta de que hay cosas que no admiten definición, que se escapan a las palabras. Porque hay cosas que no pueden concretarse, clarificarse o entenderse. Hay cosas que se definen con enunciados encontrados y ambos válidos, hay cosas que admiten lo negro y lo blanco, lo bueno y lo malo, lo que es y lo que no es y que solo así, con esa visión generosamente ecléctica, puede uno atisbar el rastro de su verdadera esencia.

La vida es una de esas maravillas con la que nos quedamos cortos cuando intentamos hablar de ella. La vida es un bullicio creativo de colores que se aglutina en nuestra paleta diaria. Es una esperanza, siempre una ventana abierta, la posibilidad de las posibilidades, un papel en blanco, un millón de tentativas en un andar a tientas y una única certeza palpable, física, que no admite resquicios para la duda: la muerte.

Con la muerte, que nos ha de alcanzar a todos por mucho que absurdamente corramos en su contra (que a veces es a su favor), tenemos esa cita a la que nunca nadie ha llegado tarde. Silvio Rodríguez nos recuerda que desde que nacemos andamos de camino al cementerio. En ese viaje solo de ida, en ese cruzar el lago hacia la otra orilla nacemos, nos alimentamos, amamos, reímos, lloramos, callamos…pero todo es un paseo manso hacia la conclusión de nuestros días. A la muerte siempre le ha tocado bailar con la más fea, ser el monstruo que se nos ha de llevar, el objeto de las iras y los llantos de los amantes que se quedan. Y eso porque pasamos por la vida (o la vida pasa por nosotros ) sin asumir  desde el principio que hemos de fallecer, que la muerte es tan propia de la vida como la risa o el llanto, que la vida y la muerte no son dos cosas diferentes ni mucho menos antagónicas, que son la sucesión natural la una de la otra, que de nuestro mundo nadie saldrá con vida.

Quizás, si al abrigo del dolor, si antes de lo irretrasable consiguiéramos esa perspectiva de la vida (y sobretodo de la muerte) le daríamos verdadero valor a lo cotidiano, a las palabras y abrazos de los demás. Ese es el sentido real del Carpen Diem. No es “vive a lo loco”, sino aprovecha el momento, vive plenamente, que vivas tus días de tal manera que tu muerte parezca una injusticia. Solo así la muerte se puede entender de mil maneras pero desde el principio de lo natural, de lo ya escrito en el libro de nuestras venas. Esa visión de la existencia aportaría un sentido nuevo y fresco al vivir. El alma se convertiría en el colador por el que pasa el oro líquido del tiempo. Recogeríamos metales y piedras preciosas del carbón de las desgracias, y el sueño y el dormir pasarían a ser, definitivamente, dos cosas diferentes.

La muerte nos lleva de la mano por los escaparates del vivir para que aprendamos el misterio de las flores y los besos, el idioma riquísimo de la risa, el respeto por lo que nos sobrepasa, por lo que nos precipita por el vértigo de la incomprensión. Y en ese viaje se nos olvida quién nos lleva de su mano, quién emprendió con nosotros la excursión, a quién hemos de mirar en el último suspiro, cuando se compruebe si realmente hemos aprendido la lección de lo inmenso.