viernes, 20 de abril de 2012

La gotera

Tengo una gotera en casa. Pocos minutos después de comenzar a llover los escasos días de agua del mes de marzo una gota se deslizaba por el aluminio, estrellándose en el parqué de mi salón. Con un estruendo silencioso, perdía su perfección esférica, transformada en lágrima por la velocidad con que la tierra ansía abrazar lo que es suyo, para ser después estrella líquida, desorientada naturaleza entre mis muebles de Ikea.

Tras el estupor y el enfado de los primeros días, la gota y yo nos acostumbramos a encontrarnos. Yo la esperaba en cuanto sentía el aviso del agua en mis cristales y ella sonreía desde el techo antes de emprender su viaje al vacío. Esta gota, antigua y nueva cada vez, me trae la consciencia del calor de mi casa. Surge de mi hogar otra luz un poco olvidada por la guerra diaria de lo pequeño y gracias a su minúscula amenaza encuentro más paz y acogimiento en mi rutina.

Qué bueno es no desear de vez en cuando, me dice mi amigo Pedro Villarejo. Pero qué necesario es también recordar lo efímero del presente, de las cosas e incluso de la existencia para disfrutarlas.

El día en que el Titanic celebró sus cien años bajo el mar, mi gota trajo una legión de agua y viento que encontraron sus caminos secretos para colarse mansa y masivamente en mi salón. Durante unas horas no hubo cubo, barreño o palangana seca en casa y todo fue un ir y venir tapando vías. Hundiéndonos en el cuarto piso, mientras mis hijos, improvisados músicos de orquesta, tocaban instrumentos de mentira. Al despedirse la luz también el agua se retiró en tregua. Pero mucho me temo que cualquier otro día de tormenta volvamos a las andadas. Ya conocemos la perfecta memoria del agua. No queda otra solución que volver a sellar las juntas, fortalecer las defensas y tapar las entradas. Me incomoda pensar en mi gota de agua cuando venga sigilosa a descolgarse. No podré mirarla a la cara y soportar su reproche líquido tras el cristal sellado de mi ventana.