miércoles, 1 de diciembre de 2010

Filosofía de pañales. Poesía de biberones

 

Después del baño, esa odisea terrible  y fantástica en la que suelen suceder las cosas más estresantes del día y también las más bellas, mi hijo me peina con un tarro de pomada. Dice que tengo pelo. El hecho y la afirmación nos trae dos hermosas transformaciones de la realidad. Una, potencia convertida en acto imposible. Qué más da si no es un peine, yo convierto la suavidad de la textura del tubo en cerdas de cepillo, defiende sin una palabra mi pequeño. La otra, su deseo de un tiempo ignoto en el que indómitos cabellos cubrían mi cráneo. Y solo con eso, potencia sublimada en acto y deseo invocado, obra el milagro. De saber leer, mi hijo hubiese conocido por Umbral que se pierde lo rubio del pelo como se pierde lo rubio del alma, el estofado de oro con que nos decoró la vid en un principio. Pero su transformación, de puro inocente, surte efecto y, de hecho, me repasa con la crema de las rojeces la tímida pelusilla que resistió los crueles envites del tiempo, la gravedad y la genética.

Su risa oficia de notario del milagro y no puedo más que recordar a Hernández instando a su Manuel a defender su risa pluma por pluma. Y mientras me dejo hacer con la mansedumbre de un lobo malo me pregunto si aquello que relampaguea al fondo de sus ojos no ha de ser lo indispensable para hacer del ahora la eternidad a partir de una sencilla felicidad en la que los días se precipitan cubriendo una ruta de besos, mojados por algunas lágrimas. Ya duerme y el cascabel de su carcajada aún rebota en las paredes de casa, enseñando en el sueño a su hermano que la risa es el camino.

Sin proponérmelo, y antes de abandonarme al anestésico bombardeo herciano de la televisión, me viene a la cabeza Ángel González y la primera parte de su poema Muerte en el olvido:

Yo sé que existo

porque tú me imaginas.

Soy alto porque tú me crees

alto, y limpio porque tú me miras

con buenos ojos, con mirada limpia.

Tu pensamiento me hace

inteligente, y en tu sencilla

ternura, yo soy también sencillo

y bondadoso.

Y un extraño calor, tierno y acogedor me brota del pecho.