lunes, 31 de mayo de 2010

Mensaje avergonzado para conjurar la amargura de no querer ser feliz

 

Hay días en los que la vida es una boca negra  dispuesta a devorarlo todo. Un tirar del  pesado carro de las frustraciones y las obligaciones. Una larga tarde plomiza de agua, aunque el sol anuncie otra esperanza. Y con una alumna en una cama de hospital, a sus diecisiete años, luchando por vivir o con un amigo viendo zozobrar la diminuta y prematura existencia de una hija que no alcanza los ochocientos gramos, este estado de ánimo que últimamente me embarga con demasiada frecuencia me avergüenza y me hace sentir muy pobre.

Por eso, quiero conjurar la mala sombra lanzando estas letras al abismo, con la certeza de que solo unos cuantos ojos, detenidos en el cariño, llegarán a enhebrar unas cavilaciones que a veces, de puro recientes, no alcanzan sentido.

La tristeza nunca es compañía digna para el hombre, por más que desde este sentimiento a menudo la hermosura se levante sobre sí misma, devolviéndonos a un misterio que no nos pertenece. Pero no es menos cierto que, sin haber razones aparentes, a veces la pesadumbre se adueña de los ojos conque miramos hacia dentro y hacia fuera, y quitarse de la pupila esa seda gris cuesta algún esfuerzo.

 100_4416

Hay una promesa dispuesta a cumplirse en cada estreno del día, una alegría paciente que busca unos labios que la conjuguen y que avanza como el rayo sin que haya nada que la contenga. Instalados en la atalaya de nuestras miserias esperamos ese beso de la luz, como si nuestro trabajo fuese repasar frustraciones en lugar de contar estrellas. Así, no asistimos casi  nunca al encuentro de la brisa con el trigo, ni tienen nuestros oídos sitio para la verdad pequeña de las cosas que conspiran para ponernos al borde la de mañana, a estrenar la piel y dejárnosla en cada encuentro.

Pero el hombre no es sino un puñado de contradicciones. Aquí estoy, por tanto, queriendo y no queriendo estar en paz. Mirando de reojo a qué me compromete ser feliz.