miércoles, 29 de enero de 2014

30 años después

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Terminó aquel eterno verano en el que el sol nos doraba los cabellos. Donde todo pasaba tan maravillosamente lento que uno podía mirar una a una cada concha, y despedirse de ellas hasta el día siguiente. Pasó el tiempo de la cal en una casa donde sonaba el tic-tac de un reloj que nos marcaba el ritmo de la siesta, y el escaso frescor de agosto se ocultaba entre sus gruesos muros, mezclándose con la risa de unos niños que aún buscan las gotas de miel de la infancia en unas tortas de aceite.

Han pasado demasiadas cosas, y algunas ilusiones se han quebrado por el viento incesante del tiempo. Otras han encontrado acomodo, se han sedimentado a la espera de alguna corriente que las despierte, con la esperanza de que alguna marea las haga brillar y emerger desde el fondo, donde guardamos aquello que nos ha hecho felices y que ahora nos lastima.

Sin verlo venir el destino nos ha atropellado. La magia se nos ha secado encima y no sabemos qué hacer con esa ceniza que cubre nuestro cuerpo.

A veces me parece saborear aquellos bocadillos que comíamos con la espuma lamiendo nuestros pies y una toalla sobre los hombros, contemplando a la abuela darse los últimos baños de agua y luz. Cuando tras el trasiego de bañistas el mar tomaba la palabra y contaba la belleza de un día en agonía. Las cálidas noches, donde la oscuridad tan solo era otra promesa de una claridad que vendría a regalarnos otro día de fiesta.

Éramos felices. Eso es todo.

2013-08-03 15.32.16La vida, este maravilloso y terrible carrusel, ha corrido para todos. Y todos nos hemos visto a merced de nosotros mismos, sin saber dónde sostener la bandera de la inocencia, sin encontrar un cofre adecuado para nuestro tesoro de caracolas, algas y arena. Pero, aún en los peores momentos, todos hemos encontrado nuestro sitio. Nadie ha dado por perdida la batalla. Todos conocemos de dónde proviene el sabor a sal de nuestros besos. Ese es el motivo de que, treinta años después, busquemos los lugares y las fechas para correr a contarnos batallas de otras playas y poder intercambiar piedrecillas blancas que trajo el levante, cristales dilatados por el sol o caracolas de mar. Acudimos a las calles de nuestra infancia como quien busca la receta para dormir como entonces, cuando todo nuestro empeño era adivinar qué decíamos bajo el agua. Y la casa. Aquel patio en donde colgábamos los bañadores, y su misterioso caño, que era una oscura boca a la que no queríamos mirar de frente.

Ese es el secreto. No hay más. Conocer de dónde vienes, y saber que, pase lo que pase, siempre tendrás tu lugar.