martes, 15 de enero de 2013

Diccionario breve de palabras expoliadas II

Reforma.- 1. Acción y efecto de reformar o reformarse. 2. Aquello que se propone, proyecta o ejecuta como innovación o mejora de algo.

De niños, cuando la inocencia se hacía la distraída y nos dejábamos arrastrar por nuestros impulsos más pendencieros, nos amenazaron alguna vez y muy vagamente con llevarnos al reformatorio. Ese lugar adonde iban a parar los abyectos infantes que habrían de jugarse allí su última oportunidad de ser un ciudadano modelo o un despreciable ser amoral. Recuerdo la imagen simple que mi cerebro, alimentado por la culpa y una inquietud rayana en miedo, construía de aquella institución nefanda, y del terror de que mi familia sufriera el oprobio de ver a su hijo hecho un perfecto delincuente.

Estos meses, que ya van siendo años, veo esta caricatura que llamamos España con la espada del reformatorio sobre su cabeza, amenazada por no cumplir lo que de ella se espera, como las jóvenes promesas que antes de alcanzar el éxito augurado yacen mustios en la más absoluta mediocridad. Pero nosotros, más dados a mirarnos el ombligo, no tememos tanto a los reformatorios a los que condenen a España como a las reformas que nos están imponiendo. O puede que una cosa lleve a la otra, o vicevesa, que ya se sabe que en economía, y sobre todo últimamente, la realidad muta a tal velocidad que lo que antes era un cosa ahora es la contraria.

Hace unas décadas hablar de reforma era pensar en una mejora. Los trabajadores aplaudían las reformas salariales, porque se sabía que sus nóminas se verían engrosadas o sus derechos garantizados y ampliados. Las reformas educativas o judiciales, lejos de vaciar de contenido lo que se pretendía reformar intentaban ampliar los horizontes de la sociedad y afianzar ciertos valores irrenunciables y necesarios: la ética y el conocimiento y su concurso en la res pública. Pensar en una reforma de la seguridad social o del sistema de pensiones nos hacía albergar la esperanza de que el dentista lo pagase el Estado (que entonces sí éramos todos) o que íbamos a dejar de trabajar a los sesenta (y sin que nos echaran a la calle). Pero hoy, desde que Murphy se hizo español y su maldita ley es lectura de cabecera de los que ejercen el miedo y el poder, el término reforma es sinónimo de recorte, de pérdida de derechos, de sacrificios (de la mayoría) para que siga mejorando la calidad de vida de unos cuantos.

Hoy la reforma es el hombre del saco, otro repecho en la cuesta de enero de cada mes. Un inclemente viento de desdichas. La más fea, con la que siempre nos toca bailar. Y lo peor es que, como cuando éramos niños y no queríamos tomarnos la medicina, siempre nos dicen que es por nuestro bien, que solo así saldremos del pozo, que estas estrecheces son coyunturales, pasajeras.

Éstas reformas, retorcidas en su significado, prostituidas, degeneradas nos vienen por equivocarnos al creer que vivir bien es estrenar todos los días zapatos nuevos, olvidando que descalzos íbamos más cómodos, o querer vivir con la luz de unos fuegos de artificio, desdeñando la luz del día por ordinaria y monótona. Vivimos como clientes, y como clientes que han de pagar nos están ahora tratando. Entregamos nuestra ciudadanía en la puerta de unos grandes almacenes. Ahora buscamos nuestros legítimos derechos entre panfletos publicitarios y ofertas de pisos de saldo. Ahora entendemos que debimos haber reformado, en el más noble sentido de la palabra, nuestro sistema político y financiero, que debimos dotar de mayor sentido y peso la educación de los más jóvenes, que tendríamos que haber atado corto a todos los monstruos que se nos comen.

Y mientras, los gobiernos anuncian más reformas, para satisfacer a los mercados, equilibrar los balances, mitigar la deuda, calmar a los inversores…y joder aún más a las personas.

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