miércoles, 21 de octubre de 2009

De la osadía de los valientes

Joaquín Sabina, ese genio marcado siempre por la desmesura y la contradicción, tiene en una de sus canciones unos versos que hoy quiero traer a estas páginas. Ignoro si son suyos o prestados: “que ser valiente no salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena”. La valentía es una actitud ante la vida, un estilo que conforma el carácter, la personalidad. Tiene una repercusión personal, pero también social. Y aunque afirmemos que ser valiente en la vida es lo moral y lo éticamente correcto, aunque consideremos que la cobardía es una de los más abominables defectos que una persona pueda tener está más que comprobado que los auténticamente valientes, esos hombres y mujeres que miran de cara, que no se venden al elogio fácil, al poder o al dinero suelen tener bastantes más problemas que los que simplemente esconden la cabeza bajo las alas.

Decía Bertolt Brecht que hay hombres que luchan un día y son buenos. Hombres que luchan un año y son mejores. Hombres que luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay otros que luchan toda la vida: eso son los imprescindibles.

Los valientes son esos hombres y mujeres. Son los luchadores que encuentran siempre su hora, su momento para demostrar y demostrarse que la cobardía, y su inevitable hermana, la envidia, terminan fagocitando la propia dignidad del ser humano. La cobardía es como un paso atrás en todo el proceso evolutivo y moral que el ser humano desarrolla desde hace miles de años, es la peor minusvalía, porque es una deficiencia moral, del alma, que termina pudriendo a la persona.

Las personas valientes, los verdaderamente valientes, miran a la vida con una libertad responsable que les hace adueñarse de su propio destino, que le permiten mirar a los ojos, perdonar sin rencores, entender las debilidades ajenas y amar sin reglas y sin medidas.

Pero en todo este circo que nos hemos montado, en esta esquizofrenia moral a la que el mundo nos condena la valentía es un bien escaso. Las personas valientes suelen pagar bien caro, como decía Sabina, la osadía de ser ellos mismos, y el mundo se va quedando poco a poco sin esperanzas. Los valientes, los que permanecen fieles a la verdad, al sentido común, a la justicia, los que pelean día a día para que todos descubramos la verdadera dimensión de la libertad, son arrojados al olvido, se les amordaza el alma, se encadenan al suelo sus sueños y sus ilusiones y se les humilla para escarnio público. Mientras, los cobardes, que tienen los pies de barro y el alma encharcada en angustias por la oscuridad que produce el no querer abrir los ojos a la verdad, siguen pintado el mundo de gris, siguen perpetuando una especie surgida de despojos de ser humano, siguen llorando la pena de sentirse inferiores.

Supongo que debe ser un tanto contradictorio, un poco agridulce los sentimientos que han de experimentar los valientes. De una parte, la satisfacción de la fidelidad a uno mismo y a unos valores en los que cree. La pena por ver la limitación de muchos que siguen sin descubrir las estrellas porque temen mirar al cielo. Por otra parte, la impotencia ante la humillación de que son objeto por no venderse, la frustración por esa especie de ostracismo que sufren y que nos hace menos valiosos a todos.

Personas valientes, sin miedo a perder la cara es lo que necesitamos en nuestro pueblo, que no se aferren a cargos, sueldos o sobresueldos ilegales, que no busquen protagonismos ni reconocimientos personales. Por desgracia, entre los políticos de nuestro pueblo hay muy pocos valientes. De lo contrario, otro gallo nos cantaría.

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