martes, 6 de octubre de 2009

La memoria del agua

El amor tiene tantos matices como la luz que lo ilumina. A veces es luz de marzo, algo tibia, que contagia cierta nostalgia que aflora desde no se sabe dónde. Otras veces la luz nos golpea de agosto, casi cegándonos de tanta blancura derramada, de tanta desnudez que se desvela…

Luego están los ojos. Hay ojos entrenados para lo hermoso que no saben sino sacar el brillo que nadie atisbó en la oscuridad. Otros ojos no ven sino negruras en todos los rincones y en todas las almas, ojos que, de mirar abajo, han perdido el color.

El amor y el alma, la luz y el ojo. Dos aguas que han de moldearse la una a la otra, que vienen de ríos distintos pero conservan la memoria húmeda, ancestral y arcana, que toda gota posee. Por eso, a veces el agua corre desbocada, indómita como si la locura de verse presa en otro líquido la llevase a precipitarse por las piedras, porque el agua es libre y muy celosa de su identidad. El agua no permite otra imposición que la suave mecida de una mano que recupere su sonido más enamorado y, así, la mezcle con otras aguas. Cuando esto pasa, el agua recupera su memoria más perfecta, su esencia más flexible y lo llena todo y lo alcanza todo.

Hay amores que la  luz no consigue desvelar del todo y ojos que no miran sino su propia pupila. La música del arroyo que corre invitador a ser líquido en la verdura no llega a estos amores extraños ni a estos ojos egoístas. Cuando el agua anda desmemoriada no tarda en estancarse. 

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